La vida tiene un tiempo predeterminado y con ello tenemos el día adecuado para nacer como para morir, ¿verdad? Para responder a esta pregunta aparentemente sencilla, primero es necesario entender los conceptos y la diferencia entre la vida y la existencia actual.
Para algunos la vida es la existencia del ser en el intervalo de tiempo entre la concepción biológica y la muerte.
Tenemos que avanzar
Ya no podemos permitirnos ese infantilismo como materia prima para nuestras concepciones sobre las cuestiones existenciales, porque las experiencias humanas han revelado un mundo lleno de posibilidades que a cada momento desvelan nuevas realidades como respuestas a muchas dudas que a veces ni siquiera nos damos cuenta de que tenemos.
Cuando hablamos de avance, nos viene a la mente la idea de la ciencia o la tecnología, que de hecho es un aspecto, pero son sólo los resultados de la nueva forma de pensar, percibir, reformular, reinventar, experimentar, descubrir, redescubrir, conocer y dejarse insertar en el avance como un todo, sin dejar que prevalezca la fracción.
Buscar nuestra propia dirección en el camino del autoconocimiento marca la diferencia para entender nuestro papel en este contexto llamado vida.
Establecer objetivos vitales
Establecer objetivos personales ambiciosos y atrevidos determinará gran parte de nuestra capacidad de superación como espíritu despierto. Todo hacer presupone riesgos, pero no hacer significa fatalidad, por lo que no debemos dar crédito a la posibilidad de equivocarnos, de hecho, los errores son la noble materia prima del aprendizaje y en la contabilidad de nuestras experiencias, en la relación crédito por débito, el saldo final siempre será positivo, dependerá de la forma en que tratemos los errores y de la forma en que tratemos el éxito.
Hay todo un universo que conspira a nuestro favor y que avala todo lo que contiene por una sola razón: la vida. La vida que no termina con el fin de la materia, la vida que ya existía antes de la formación de la materia en la existencia actual, la vida que cumple su etapa antes de las innumerables otras que ya hemos vivido y las que aún estamos por vivir.
Por eso, frente a la infinidad de todo este contexto, todavía encontramos a quienes reducen la grandeza de la vida con quejas, a personas que hacen de la antipatía el punto que más les complace, a maestros en el arte de no hacer amigos.
Personas que repudian el trabajo, hostiles al estudio, que reniegan de las habilidades que les fueron confiadas, personas que juzgan todo y a todos bajo la pretensión de creerse ejemplos de perfección. Todavía los que descuidan la ley natural del retorno, la ley de acción y reacción, la ley de causa y efecto. La naturaleza no da saltos de alegría.
No sé si peor o tanto como absurdo, todavía los que llevan una vida con indiferencia a todo, recayendo con su propia existencia sin la preocupación de mejorar cada día, aceptando una rutina mediocre como un montón de células que ocupa un lugar en el espacio, receptivo a cualquier realidad que venga a comprometer sus valores por falta de autoestima.
Personas que se dejan influir por inclinaciones malignas con gran facilidad. Gente que se vende, se intercambia y se entrega al azar, y precisamente por estar corrompidos por la tacañería, atribuyen la suerte a aquellos que con un esfuerzo justo y honesto han logrado ciertas conquistas. Entendiendo por suerte, lo que hacen los esforzados en la persecución incesante de sus objetivos, y falta en los que se complacen sólo para quejarse.
Los que comprenden el verdadero sentido de la vida, tratan de hacerse sabios antes de envejecer, para no envejecer sin haber conocido la sabiduría y perder la mayor oportunidad de su existencia actual.