La ira es una emoción muy antigua y la psicología siempre ha investigado sus formas y su contenido. ¿Quién de nosotros no ha sentido alguna vez que sus ojos se tiñen de rojo sangre, que sus músculos faciales se contraen de forma anormal y que su piel adquiere un extraño color verdoso?
La transformación en el Increíble Hulk ha sido experimentada por muchos de nosotros, y la ira nos pertenece más de lo que podemos imaginar: incluso aquellos que son capaces de controlarla o gestionarla han sentido ocasionalmente ese estiramiento canino desproporcionado, listo para morder.
¿Y qué decir de las crónicas sonrisas dentadas que parecen expresar intimidación más que benevolencia y afecto? La ira tiene varias formas de manifestarse y la psicología intenta descubrir sus diversas máscaras y maneras de ser: pero si la ira utiliza una máscara, es a su vez la máscara de otra cosa. ¿De qué? Rebobinemos: vayamos por orden.
La ira: de dónde viene
La ciencia, la antropología y la psicología han estudiado la ira y han demostrado su antiguo origen: procede de la reacción-acción primordial de ataque y huida y su zona de activación se encuentra en nuestro cerebro reptiliano.
Según Paul Mc Lean, el hombre que elaboró la teoría de los tres cerebros, la ira era un modo que permitía al hombre preservar la especie y, como tal, no era una reacción negativa sino una reacción conservadora ante una amenaza real. Lo que llamamos y convertimos en rabia, por tanto, no es el monstruo negro que llevamos dentro, sino que surge de la agresión, donde agresión significa en Latín: adgredior, es decir, la forma de enfrentarse a la vida.
¿Cómo se manifiesta la ira?
La psicología ha demostrado que las expresiones faciales de la ira son idénticas en todas las culturas: los músculos faciales se tensan, hay tendencia a enseñar los dientes como hacen los animales cuando quieren intimidar a su adversario, los músculos se agarrotan, la yugular empieza a palpitar y la cara se pone roja por el aumento de la presión, la voz puede alcanzar tonos altos.
Cuando aparece la rabia, todo el sistema simpático se agita y se activa, e incluso asoman esas ominosas gotitas de sudor que recubren la sien. La psicología ha estudiado y sigue estudiando las diversas técnicas que utiliza la ira para manifestarse.
No pensemos sólo en la ira expresada, en el arrebato violento en el que platos y vasos se convierten en fragmentos indiferenciados en el suelo y en los gestos que hacemos cuando estamos al volante. La ira se manifiesta a menudo de forma más sutil y se esconde bajo falsos pretextos.
Los disfraces de la ira
La psicología ha demostrado que la cultura ha tenido un efecto inhibidor sobre la forma en que experimentamos las emociones. La cultura, en su aspecto coercitivo, ha moldeado, embotado y aplanado nuestra esfera emocional y, al dar a la ira una connotación exclusivamente negativa, ha inhibido sus modos de expresión. ¿Cuál es el resultado?
Que la ira ha iniciado un juego de disfraces verdaderamente excepcional. ¿Conoces los dientes que rechinas para intimidar a la otra persona? Basta con añadir una gran sonrisa y el disfraz está hecho. O bien brota en forma de bondad, o bien se manifiesta como impaciencia, con la irritación constante que a menudo nos acompaña, con los actos inconscientemente agresivos que podemos realizar a diario, como poner sal casualmente en el café de nuestro ser querido, casualmente justo después de una pelea.
Pero, ¿qué ocurre si la ira que llevamos dentro la tapamos y la volvemos a tapar? Lo que pasa es que cuando explota se vuelve peligrosa, lo que pasa es que empezamos a temerla, que empezamos a temer tanto la nuestra como la del otro, lo que pasa es que cuando la mecha está encendida, casi nunca se apaga.
Lo que enmascara la ira
La psicología y las distintas disciplinas neurocientíficas han demostrado que la ira surge como reacción a la frustración. El propio Wilhelm Reich decía que la ira es una emoción secundaria a la frustración, y la frustración, como sabemos, nace del dolor, nace de la no satisfacción de uno de nuestros deseos, es decir, nace de la imposibilidad de alcanzar el placer.
La ira, por tanto, surge de la frustración pero enmascara el dolor. Pensemos en ello: ¿cuántas veces sentimos dolor por los motivos más dispares y cuántas veces somos capaces de dejar salir el dolor en lugar de la ira?
El porcentaje es bajo, seamos sinceros. El dolor, en nuestro imaginario, nos hace débiles, la ira nos hace parecer fuertes, amenazadores, invulnerables. En un contexto social que nos exige esto, la ira encuentra pan para sus dientes, sofoca el dolor y allá va. Todos estamos cabreados en algún momento de nuestra vida. Así que… ¡por algo será!